En
estos días atrás, entre elecciones y formaciones de gobiernos, fue mi
cumpleaños. Bueno, no pasa nada ¿eh? Son cosas de la vida, tampoco hay que
dramatizar. Al fin y al cabo solo cumplí uno más que el año pasado, que una no
es de excesos.
El
caso es que, con tal motivo, me vinieron a la cabeza esas típicas
conversaciones de grupo de amigas, cañita mediante, en las que sale a relucir
un tema clásico donde los haya: los regalos de los maridos o asimilados. Con el
romanticismo hemos topado. O, mejor dicho, con la falta de romanticismo. Que
sí, que ya lo sé, que los hay que no pierden la chispa ni llegadas las bodas de
oro. Siempre hay alguna que estira el cuello y te suelta lo de “pues el mío es súper detallista,
hija, nunca se olvida y siempre me sorprende con un regalazo”. Y remarca lo de
regalazo, la tía. Y siempre hay, también, otra que, por lo bajini, susurra un “algo
habrá hecho” como quien no quiere la cosa. Que ya se sabe que las amigas pueden
ser como hermanas, pero de primas tienen poco.
Sin
embargo, seamos sinceras, lo normal es que, pasada la pasión (y no estoy
hablando de la Semana Santa), los propios se vayan como dejando, despistando,
acomodando… y olvidando sus verdaderas obligaciones. Vamos, que empiezas a
verlos más bien como impropios.
Percibes
que ha empezado esa fase el día señalado en que tú le tienes que soltar una
indirecta –lo cual ya es una señal- y él pone una cara de… ¿cómo lo diría?...
una cara como… como si acabara de escuchar a Errejón diciendo lo de "la hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo
irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales”. Pues eso. Que dan
ganas de decir “¡la gallina!”. A la adivinanza de Errejón, me refiero. Y cuando
por fin lo entiende –lo de la indirecta, quiero decir, que lo de Errejón
requiere un máster-, te pone cara de puerro y te contesta “ah, que era hoy”.
Mal vamos. Eso sí, él, antes muerto que pillado, recompone el gesto rápidamente
y te sonríe con un “que sí, mujer, ¿cómo me iba a olvidar? Verás la sorpresa que
te traigo esta noche”. Vamos peor.
Esos cumpleaños suelen acabar con un ramito de flores tipo bonsái
–por el tamaño, digo, no por el precio- sin lazos ni adornos. Sin ni siquiera
un triste papel de celofán del Alcampo. Que tú, digna hasta en las peores
situaciones, se lo agradeces con un beso y una sonrisa mientras piensas muy
para tus adentros de-dónde-lo-habrá-robado-el-tío.
A partir de ahí ya lo de que se olvide de los días especiales
pasa a ser una rutina. Se olvidan de tu cumpleaños o de vuestro aniversario
como se olvidan de bajar la tapa del wáter, qué quieres, los hacen así. Y a eso
añádele el aumento de responsabilidades y de preocupaciones, el crecimiento de
los gastos y su implícita obsesión por el ahorro y por la vertiente práctica de
la vida. Ah, y la falta de tiempo, tan socorrida. “Es que no sabes lo liado que
he estado estos días; no he tenido tiempo”. ¡Un año! ¡¿Hay un año entero entre
una fecha señalada y la siguiente y ellos no tienen tiempo?!
Y luego está cuando se acuerdan –o haces que se acuerden- pero
no tienen la neurona programada para eso de la originalidad (¿lo cualo?). Y
entonces tiran de los clásicos: la botella de colonia (veinte años conmigo y
aún no se ha enterado de qué perfume uso), la bisutería (veinte años conmigo y
aún no se ha enterado de que todo lo que no sea oro me da alergia) o, peor, la
prendita de ropa (veinte años conmigo y aún no… pero ¡¿de qué rayos de bazar
chino ha salido este saldo?!). Y, en los casos más graves, te regalan una
licuadora (para que le prepares buenos zumos por la mañana), una batidora (para
que le hagas gazpacho) o una aspiradora (para que le quites el polvo). ¡Una
aspiradora, por dios santo! (mira, nene, el polvo lo acabas de suprimir tú
mismo).
En cualquier caso, yo debo decir que no tengo queja. El mío será
lo que sea pero nunca deja de sorprenderme. Bueno, alguna vez ha estado bajo de
forma y no ha pasado de la colonia o incluso de alguna joyita. Pero en general
es un crack. Nunca olvidaré aquel día de Reyes en que me dejó ojoplática con su
regalo. Un felpudo. Sí, lo que habéis leído, me regaló un felpudo. Lo peor fue
que me tuvo toda la semana antes machacándome con que ese año iba a flipar y
que nunca me esperaría un regalo así. Siete días de intriga y de ilusión. Y
flipé, ya lo creo. Y, por supuesto, nunca me lo hubiera esperado. Ni siquiera
de él. Que sí, que el felpudo era artesano y muy original. Y nos hacía falta.
Pero ¡coño, que era un felpudo! Y encima, como era Reyes y mis hijas aún no
sabían que habían abdicado en los padres, pues tuve que disimular. Mira, mis
aspavientos y saltos de alegría fingiendo que estaba poseída por la emoción
eran para grabarlos en video. Eso sí, las niñas se quedaron convencidas de que
el sueño de mi vida era tener un felpudo como aquel.
Y yo que creí que lo de la olla a presión era insuperable. Sí,
en una ocasión anterior me había regalado una olla a presión. Para ganar tiempo
en la cocina, me dijo, con una sonrisa en plan “¡lo he clavado! ¡Esta vez lo he
clavado!”. Que yo vi aquello y me dieron ganas de decirle “anda, tú vete
metiéndote dentro de la pota esta, que ya le doy yo a la válvula”. Es que… es
que.
Pero, mira, como lo importante no es lo material, sino el amor y
el cariño, yo no me hago mala sangre. Y, además, he encontrado una forma
fantástica de acabar con las frustraciones. Hace ya tiempo que espero siempre
con ansia que llegue su cumpleaños. Unos cuantos días antes ya lo voy
intrigando: “no te imaginas lo que te voy a regalarme este año”. Y, así, cae un
fin de semana en un hotel de lujo, el cuadro que me encantaba para el salón o
esa pulsera de oro que, colgada de mi muñeca, representa lo mucho que le quiero.
No creo que pudiera recibir mejor obsequio ¿no?