Emburciadas

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domingo, 22 de octubre de 2017

CATALUÑA, REFERÉNDUM Y ESTADÍSTICAS


En todo este conflicto que está convirtiendo a Cataluña en una sombra de lo que fue, hay una cuestión a la que llevo tiempo dándole vueltas y que  no he visto resuelta en ninguna información o publicación de las que he podido leer sobre el tema. A saber: el Gobierno de la Generalitat y, en general, los partidarios de la celebración de un referéndum sobre la independencia, han insistido siempre en que tal consulta debía celebrarse porque así lo demandaba un 80 por ciento de los catalanes. Un porcentaje surgido de encuestas difundidas por medios de comunicación.

Entiendo, por tanto, que para los impulsores del referéndum las estadísticas reflejadas en los sondeos publicados son perfectamente válidos para avalar una decisión gubernamental; tan válidos que justifican, incluso, el incumplimiento de la ley y de los autos de los tribunales si estos impiden que dicha decisión tan demoscópicamente reclamada se lleve a cabo.

Pues bien, lo que no acabo de entender entonces es por qué, si el Govern  y sus aliados se apoyan en esas encuestas para legitimar la celebración del referéndum, no se valen de las estadísticas reflejadas por el Centre d´Estudis d´Opinió de la propia Generalitat para dirimir la cuestión de fondo, esto es, cuántos catalanes quieren la independencia y cuántos no, que es justo para lo que se quiso hacer la consulta.

En la última ola del Barómetro de Opinión Política hecho público por el citado centro, cuyas encuestas se hicieron entre junio y julio pasado –cuando ya se había anunciado la fecha del 1 de octubre para la celebración del referéndum-, se señalaba que casi la mitad de los catalanes (un 49,1 por ciento) no querían que Cataluña se convirtiera en un estado independiente, frente a un 41,1 que sí. Porcentajes que, además, desvelan un aumento de los contrarios a la independencia (del 48,5 al 49,1) y una disminución de los partidarios de la misma (del 44,3 al 41,1) y que se sitúan en un rango similar en los últimos años. Y son datos publicados por la propia Generalitat, insisto, no por ningún medio de la “prensa española manipuladora”.

De tal manera que, si las encuestas legitiman la toma de decisiones –como parecen sostener quienes se basan en ellas para decir que el 80 por ciento de los catalanes quiere un referéndum- ¿para qué hacer la consulta, para qué crear un conflicto de tan enorme dimensión y no menores consecuencias al objeto de saber qué quieren los catalanes si ya la estadística lo ha resuelto? O, más allá, ¿por qué se ve tan imprescindible iniciar un proceso de independencia si las propias encuestas de quienes lo han impulsado les dicen que la mitad de los catalanes no la quieren y que, en todo caso, son mayoría sobre los que sí? Si las encuestas valen para dictaminar que hay que celebrar un referéndum de independencia, debieran valer también para dictaminar que la mayoría de los catalanes no quiere esa independencia, por lo que ¿qué sentido tienen el referéndum y el procés?

Por si, aun con esos datos, quedara alguna duda sobre el sentimiento de los catalanes en relación con una posible separación del resto de España, el mismo barómetro indicaba que la mayor parte de ellos, un 51,2 por ciento, se sentían o solo españoles, o más españoles que catalanes o tan españoles como catalanes, siendo estos últimos el porcentaje mayor del total (39,2). Los que se sentían solo catalanes o más catalanes que españoles apenas superaban el 44 por ciento. Una distancia que se presenta aún más grande en otro de los trabajos del mencionado Centre d´Estudis d´Opinió, el “Òmnibus de la Generalitat de Catalunya”, realizado curiosamente en las mismas fechas y entregado el pasado mes de septiembre. En él se sitúa al primer grupo indicado en un 53,3 por ciento y al de los que se sienten solo catalanes o más catalanes que españoles en un 35,5 por ciento. Y da alguna pista más, como que son más los catalanes que consideran el castellano su lengua propia (42,7 por ciento) que los que tienen el catalán como tal (35,3 por ciento). Para un 42,3 el castellano es, además, su lengua habitual, frente al 32,5 para los que lo es el catalán.

Datos no faltan, ya se ve, para pensar que ni el procés hacia la independencia, ni el referéndum para iniciarlo pueden justificarse –al menos cuando se planteó y cuando se anunció su fecha- en los deseos de los catalanes, sino, en todo caso, en una parte de ellos –habitualmente tomada de forma intencionada como el todo- que, desde luego, no son mayoría.

Y, por cierto, los estudios estadísticos de la Generalitat hechos cuando esta ya había puesto fecha al referéndum cifran solo en un 48 por ciento los catalanes que lo querían aunque el Gobierno central no lo quisiera. A pesar de lo cual, el Govern tiró por la calle de en medio. Lo que nos hubiéramos podido ahorrar si hubieran hecho caso a las encuestas antes.

martes, 22 de agosto de 2017

Reflexiones sobre el atentado de Barcelona.

Acabo de volver de Barcelona de unas minivacaciones extrañas. Han sido unos días marcados por la tragedia causada por unos energúmenos. Pero he disfrutado de mi ciudad sin miedo. Y he sentido orgullo al comprobar una vez más que España -no solo Barcelona, no solo Cataluña, que no creo yo que sea cosa de presumir con miras localistas- es un país donde la solidaridad abunda.
 
Estos días todos somos Barcelona, como en otras ocasiones todos hemos sido otras ciudades golpeadas. Pero yo soy también Zaragoza, Lanteira, Sant Hipólit, Vilafranca del Penedés, Rubí, Italia, Australia, Argentina, Portugal, Bélgica, Canadá y Estados Unidos. Porque es a esos lugares a los que los asesinos han mandado el golpe más duro de las Ramblas. Y no los he oído mencionar mucho, la verdad.
 
Y, ya de nuevo en casa, repaso con tranquilidad las informaciones publicadas sobre el atentado. Y saco algunas reflexiones:
 
1. Cuando a Ada Colau le dijeron que sonriera para las fotos, que sale más guapa, alguien debió advertirle de que hay excepciones. En las del homenaje-duelo no sale guapa, sale tonta. Y, lo que es peor, indignantemente irrespetuosa.
 
2. Bravo por cada uno de los Mossos que intervino y se implicó. Pero gracias también a Guardia Civil y Policía Nacional ¿no?
 
3. Mossos héroes dirigidos por mandos que algún día tendrán que explicar por qué a la petición de que los TEDAX examinaran los restos de la casa de Alcanar contestaron una especie de "bueno, pues molt be, pues adiós".
 
4. A mí me parece que el hecho de que lo más viral del atentado sea la frase "bueno, pues molt be, pues adiós" nos pone como sociedad a la altura de estupidez del periodista que se largó de la rueda de prensa porque se contestaba en catalán a quien preguntaba en catalán y en castellano al que preguntaba en castellano.
 
5. Además de lo de que en ocasiones no queda bien sonreir, a Ada Colau alguien debiera explicarle también que existen bolardos que suben y bajan, o sea, que sí se pueden poner medidas de seguridad que no impidan, en su caso, el paso a vehículos de emergencia, señora alcaldesa.
 
6. La Generalitat debiera mejorar muy mucho su política informativa en situaciones de crisis. No se puede, por ejemplo, sacar al conseller de Interior a decir que solo hay una víctima mortal horas después del atentado, cuando ya todo el mundo habíamos visto las imágenes de tantos cadáveres en las Ramblas. Ni tirarse dos días diciendo que hay un niño australiano desaparecido cuando se sabía desde el primer momento que era una de las víctimas mortales. Y no se puede pretender que, informando así, no salten los rumores y las contradicciones por todas partes. La clase de Comunicación de crisis se la saltaron claramente.

domingo, 18 de junio de 2017

LA DISCUSIÓN


Después de aquella tremenda discusión, él no fue capaz de recordar cuándo ella había dejado de ser brisa para convertirse en viento huracanado.

SIN VIDA PROPIA


Él la miró fijamente y entonces se dio cuenta: se movía sin voluntad y sin rumbo. Estaba claro que no tenía decisión. Que se dejaba llevar. Era realmente hermosa. Su silueta le atraía poderosamente. También su gracilidad. Sí, era tan atractiva. Tan delicada y tan altiva a la vez. Pero todo su poderío se reducía a pura apariencia. En todo ese tiempo no había hecho otra cosa que moverse de un lado a otro sin sentido. Ahora hacia aquí, ahora hacia allá. Tan pronto se elevaba con un porte soberbio como se venía abajo, derrotada. Entonces se revolvía con genio. Y, en un segundo, volvía a una postura de absoluta resignación. Iba y venía sin poder dominarse. Sin vida propia. Y, sin embargo, se la veía complacida. A él le pareció triste. Pero no había nada que hacer. Al fin y al cabo, ella solo era una hoja que volaba mecida por el viento.

lunes, 24 de abril de 2017

LA NOCHE MÁS NEGRA


El sudor se deslizaba en forma de gotas diminutas por su frente, pero sus manos estaban heladas. De entre los escalofríos que en los últimos largos minutos habían sacudido su cuerpo, uno lo recorrió entero, súbitamente, cuando escuchó aquellos pasos. Estaba más cerca de lo que creía y a ella parecían empezar a abandonarle las fuerzas. Corría sin rumbo en la noche más negra.
No había alternativa: debía seguir. Paró un instante para recobrar el aliento y, casi sin querer hacerlo, miró hacia atrás. Ni rastro de él. La oscuridad lo invadía todo. Y el silencio era tan contundente que dañaba los oídos y parecía albergar los peores presagios. Apenas intuyendo el sendero, siguió corriendo.

No era la primera vez que se sentía perseguida, pero nunca antes había sido fugitiva. Tal vez había arriesgado demasiado. Todo apuntaba a que ese momento llegaría y, aun así, decidió elegir su camino. Quiso ser libre, pero las dificultades eran mucho mayores de lo que cabía esperar. Eligió la rebeldía y, sin embargo, no sabía ser rebelde. Porque no lo era. Ella solo quería vivir su vida.
Su padre le había advertido sobre las malas compañías y su madre le insistió una y mil veces en que no le veía un futuro claro. Pero ella se dejó llevar. Hubo, en aquellos años, altos y bajos, tiras y aflojas, buenos y malos ratos. Abundó la emoción y también la tristeza. La diversión se alternó cíclicamente con la soledad. La adrenalina del riesgo con el desmayo del miedo. Cruzó más de un límite, entre días de sol y tardes de sombras.

Hasta llegar a aquella noche, la noche más negra. Unas horas antes, había traspasado la línea definitiva. Después vino la búsqueda y la persecución. Los pensamientos se agolpaban acelerados en su mente. Y, entre todos ellos, uno golpeaba más fuerte: libertad. No estaba dispuesta a pagar con la suya los errores de otros. Ni siquiera los propios. Su único crimen había sido estar en el lugar y el momento equivocados. Por eso se fugó.
De nuevo, ruido de pasos. Instintivamente, giró la cabeza. No habría más de cien metros entre ella y aquel hombre. Le pareció ver que iba armado. Su corazón latía tan deprisa que llegó a visualizar la explosión de su pecho. De forma casi inconsciente, se tiró al suelo y rodó unos metros hacia la izquierda. Dirigió la vista hacia todos lados antes de levantarse. Y volvió a correr, esta vez mirando continuamente atrás.

El sonido de aquellos pies pisoteando las hojas secas del parque era cada vez más cercano. En una maniobra improvisada, giró a la derecha. Después dio un salto, inesperado incluso para ella, y salvó el desnivel sorpresivo del terreno, aterrizando de rodillas sobre un charco. Al incorporarse, notó que su tobillo izquierdo se había llevado la peor parte en la caída y tuvo que ahogar un gemido de dolor. Se sentía cada vez más incapaz, pero continuó su carrera.
Su respiración era ya puro desespero y creyó desfallecer cuando se topó con aquel muro. Paró en seco y, como tantas otras veces, no sabía a dónde ir. Buscó una salida a un lado y a otro, sin encontrarla. Se dio la vuelta, abriendo los ojos todo lo que fue capaz. Un suspiro que no venía a cuento ralentizó sus jadeos y pudo oír, de nuevo, el silencio imponente. Hasta que las pisadas volvieron a romperlo.

De entre las sombras, a una distancia demasiado corta, surgió la figura de su perseguidor. Efectivamente, iba armado. Un cañón recortado apuntaba hacia ella. Retrocedió unos pasos hasta que su espalda chocó con la pared de hormigón, mientras aquel hombre y su arma avanzaban hacia ella. Parecía claro que había llegado su fin. Miró al suelo y vio una rama gruesa. Se agachó, deslizando su dorso por el muro, hasta cogerla.
- Deja eso y ven aquí.

Ella pareció no escucharle.
 
- ¡Que vengas te digo! No me obligues a…
 
Dio un respingo y cerró el libro de golpe. Lo dejó sobre la mesita y se fue hacia él, cabizbaja.
Después de eso solo hubo gritos. Lloros y gritos. Golpes y gritos. Súplicas y gritos.
 
Una mujer trajeada entró en la habitación del hospital y se le acercó, sonriendo. Le aseguró que podía ayudarla y le preguntó si necesitaba algo.
- Mi libro –dijo ella con la voz entrecortada-. Solo mi libro.
Estaba ansiosa por retomar la lectura. No podía esperar más. Solo así podría asegurarse de que, justo en el punto en el que la había dejado, llegaba el amanecer y, con él, la liberación. Necesitaba volver a sus páginas para comprobar que aquella noche, la noche más negra, desaparecía.

viernes, 21 de abril de 2017

EL ROBO


La noche en que Carmelo Ginés regresó al pueblo no había espacio en el cielo para un rayo más ni tierra capaz de absorber tanta lluvia. Cruzó despacio la avenida y se plantó frente a su casa, empapado. Tantos años después.

­­—Has vuelto… —la mujer enjuta lo miró sin expresión definida con aquellos ojos bañados en ausencias.

—Me han robado, madre. No tengo nada. Debo empezar de cero.

—¿Un robo? ¡Un robo!  ¡A ti! ¡Válgame Dios!

Carmelo Ginés se sentó arrimado al calor de la vieja cocina de leña. Apoyó los codos en las rodillas, la cara en las manos y se encerró en sí mismo, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.

Ajeno a la llamada que la madre, entre perpleja y asustada, hizo al cuartelillo de la Guardia Civil. A su hijo se lo habían robado todo, dijo. Tenían que venir con presteza.

Ajeno al bullicio que, en pocos minutos, provocó en la casa la llegada de un sargento y dos cabos de la Benemérita, el alcalde y un concejal, un bombero jubilado, el maestro, un coronel del ejército en la reserva, el vecino de la casa de enfrente, el de la derecha, el de la izquierda, un ferroviario retirado, el cartero, tres cazadores, un fontanero, el mendigo de la plaza mayor, el médico y su enfermera, el tabernero, dos tertulianos del casino, la florista, el estanquero, el dueño de la tienda de ultramarinos, la telefonista, el hijo descarriado del marqués y un forastero que buscaba información sobre algún hospedaje cercano y que, acariciado por el calor de la lumbre e intrigado por el espectáculo, decidió quedarse, camuflado entre la multitud.

La última en acudir fue la cotilla del pueblo que, no bien había cruzado la puerta, empezó a ametrallar al personal con preguntas ordenadamente iniciadas por las seis “w” de las que todo buen cronista debe armarse: “pero… ¿qué le han robado? ¿quién ha sido? ¿dónde fue? ¿cuándo? ¿cómo?¿por qué?”

En verdad, nadie podía entender aquella imprevisible caída en desgracia de quien era considerado una eminencia. Para todos los habitantes de aquel pueblo, Carmelo Ginés era la representación máxima del éxito. Del triunfo sobre el origen y las circunstancias al que ninguno de ellos podía ni mucho menos aspirar. Articulista y escritor, había abandonado el lugar siendo apenas un muchacho para encontrar en la capital el premio a su talento y su esfuerzo en forma de fama, reconocimiento y dinero. Era impensable, de no ser porque lo estaban viendo con sus propios ojos, imaginar a ese hombre reducido a tal retrato de miseria y tristeza; tan desvalido, tan andrajoso, tan cabizbajo, tan abandonado, tan despojado de todo.

El suceso tuvo que haber sido -opinaban los presentes sin excepción- de los de órdago. Debió de ser uno de esos robos estudiado, planificado y cuidadosamente perpetrado por una banda de profesionales de los que allanan la morada, las cuentas, los bienes y hasta la identidad, reduciendo a la víctima a una penosa y patética nada.

Carmelo Ginés no escuchaba. No oía siquiera. Parapetado en su ensimismamiento, recordaba deprisa.

Primero fue aquel redactor jefe, aquel hombre acomplejado. Cuando ya llevaba tantos artículos publicados, empezó a corregirle sus textos. Debía ser más concreto, decía. Menos literatura, decía. Más denuncia, decía. Y él, disciplinado, empezó a darle otro aire a su escritura.

Después fue el director del periódico. Prepotente y sentencioso, le exigió más cercanía en sus escritos. Menos poesía, le exigió. Menos trascendencia, le exigió. Más mensaje, le exigió. Y él guió a su pluma por esas líneas.

Al cabo del tiempo, el editor le impuso un estilo nuevo. Menos flores para unos, le impuso. Más laureles para otros, le impuso. Más concordancia con el ideario, le impuso. Y él hizo y rehízo para ceñirse a lo impuesto.

El último fue su representante literario. Tras dos novelas exitosas, le rechazó la última, alegando toda clase de extrañas objeciones. Debía utilizar otro lenguaje, objetó. Menos personal, objetó. Más actual, objetó. Más, tú ya me entiendes, más… comercial, objetó. Y él reestructuró todo el libro en la forma y en el fondo. Hasta no reconocerlo. Hasta no reconocerse a sí mismo. Y se sintió pobre.

Levantó de pronto la cabeza, apartando las manos de su rostro. Todas las miradas se plantaron en él. La madre pidió silencio.

—Hijo, dinos, ¿qué es lo que te han robado?

—Las palabras, madre. Me han robado las palabras.