No
se fía de mí. La confianza se ha esfumado. Está claro que teme que le
traicione. Que le sea infiel. O sea, que le ponga los cuernos, hablando en
plata. Por eso ahora me cita todos los días. Me obliga a ir a verle a su
oficina cada mañana, a horas distintas. Cada día me dice la hora a la que
tendré que ir el día siguiente. Me quiere controlar, vaya. Piensa que, de esa
forma, me rompe la posibilidad de estar con otro. Que yo pienso que ya no es
que lo tema, sino que lo sospecha firmemente. Lo he presentido cuando, esta
mañana, le he pedido que las citas sean a una hora más temprana y me ha clavado
una mirada inquisidora como un polígrafo mientras me preguntaba “¿por qué? ¿eh?
¿por qué quieres venir más pronto?”. Y se ha negado. Que las normas las pone
él, me ha dicho.
Yo
puedo comprender que, con la cantidad de engaños que salen a la luz
últimamente, surjan las dudas. Es raro el día que no conocemos una nueva
historia que, de la noche a la mañana, pasa de ser envidiable a romperse
drásticamente por culpa de las mentiras. Pero no me gusta nada que me
controlen. Me produce una gran incomodidad en el plano moral y también en el
práctico, porque esta maldita estrategia que me ha impuesto me rompe las
mañanas. Y una tiene cosas que hacer, aunque no tengan nada que ver con sus
sospechas.
También
es cierto que hace poco tiempo que me conoce y, por mucho que yo le jure que
soy fiel y que para mí la lealtad es sagrada, le falta background sobre mi persona para quedarse tranquilo. El caso es que
esto es un fastidio. Y, además, me ha pillado muy desprevenida. No podía ni
imaginar este comportamiento; no sabía que para él las cosas funcionaban así. Si
no fuera porque me mantiene, le diría que mañana vaya a verle su prima la de
Murcia. Pero dependo de su dinero. Así de triste.
La
verdad es que debía haberlo intuido. Por ejemplo, cuando le dio por
modernizarse tanto y me dijo que podíamos confirmar nuestra relación a través
de Internet. Que bastaba con que, cada cierto tiempo –tres meses, por ejemplo-,
le mandara una señal desde el ordenador, mira qué tecnológico. O cuando se
cambió el nombre. Antes se llamaba INEM, pero le debió parecer que sonaba
anticuado y ahora se llama SEPE. Sí, estoy hablando del Servicio Público de
Empleo Estatal. Del que me paga el paro todos los meses, vamos.
Que
el otro día me mandó recado mediante correo certificado para que me presentara
en mi oficina de empleo para un “control presencial”. Y, cuando llegué, me dijo
la funcionaria –muy amable, por cierto- que la cosa va a durar unos días. Que
no se sabe cuántos porque es el ordenador el que manda; el que cada día
determina si tengo que volver al siguiente y a qué hora. Y así hasta que el
aparato se canse. Mira tú, a estas alturas de mi vida controlada por un disco
duro.
Dicen
que la cosa es para cerciorarse de que no estoy trabajando y cobrando en negro
al mismo tiempo que percibo la prestación por desempleo. Que no lo acabo yo de
entender, la verdad, porque, si así fuera, no creo que me resultara tan difícil
escaquearme de ese supuesto trabajo clandestino durante los diez minutos escasos
que dura la visita al Gran Hermano informático ese. Pero es la manera que tiene
el SEPE de asegurarse que no me baño en
las aguas de la economía sumergida. Pues no, señor SEPE, quede tranquilo, que
yo de sumergirme, nada. Que, en mi caso, el paro está, al menos de momento, en
modo Dios: aprieta, pero no ahoga.
Desde
luego, lo mío es mala suerte. Porque ya me han dicho que esto del “control
presencial” se hace seleccionando a parados de forma aleatoria. Y a mí, que no
me toca la lotería ni cuando juego, pues en estas cosas sí me dan premio. Y no
será porque en ese sorteo hay pocas bolitas; cuatro millones y medio, nada
menos.
Otros,
como un tal Errejón, de la panda de Podemos, llevaba meses cobrando por un
trabajo que no hacía y nadie se había enterado. Pero la sospechosa soy yo. El
chico este ni pisaba la Universidad de Málaga, que es la que le pagaba. Y no
está nada claro que vaya a devolver el dinero cobrado. En cambio, yo, como no
vaya mañana a la oficina del SEPE a la hora fijada por el ordenador, me quedo
sin prestación. Está claro que él es de los que pueden. Y yo no.
En
resumen, que, como de costumbre, pagamos fieles por infieles.
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