Qué
cosas se me ocurren. Ayer me entró un así, un no sé qué, un qué sé yo, de que
tendría que hacer ejercicio, ya ves. Y como lo de ir al gimnasio pues casi que no,
qué pereza, que mi vida sedentaria puede que me empiece a preocupar pero
todavía no me aterra, pues me dije, hala, gimnasia en casa. Me agencié un video
de ejercicios prácticos de zumba, eso que está tan de moda y que dice mi amiga
Mari Pili que es lo más. Me calcé unos leggins verde fosforito que no sé qué
rayos hacían en mi fondo de armario y una camiseta de mi propio con un tío
tumbado en una hamaca que parece talmente su retrato y que dice “yo sé lo que
es trabajar duro porque lo he visto”. Me coloqué frente a la tele, le di al
“play” y fui a por todas.
Mira,
no veas qué espectáculo. Aquello era para verlo. Vamos, para hacer el video
conmigo. Que conste que yo intenté seguir cada uno de los pasos del tipo que
dirigía la cosa hasta el final. Bueno, al menos hasta donde recuerdo estar aún consciente.
La clase pintaba bien al principio. “Vamos a hacer una respiración”, dijo el monitor
para empezar, abriendo los brazos y subiéndolos hasta la cabeza. Creo que esa fue
la última vez que respiré en la media hora que duró la clase. Luego, él y los
tres alumnos que lo acompañaban se pusieron a dar palmas. Y se acabó la paz.
La
cintura de aquel video-cuerpo que parecía de roble macizo empezó a contonearse
mientras los pies iban de derecha a izquierda, luego de atrás hacia adelante,
después una “vueltesita”, a la que siguió otra y otra más. Pisotón con el pie
derecho, pisotón con el izquierdo, caderazo a la derecha, caderazo a la
izquierda, vientre pa dentro, vientre pa fuera, mueve la cintura, gira la
cadera… mira, solo me faltaba Piqué para ser la mismísima Shakira.
Cuando
yo empecé a pensar que aquel tío tenía cuatro pies, de tantos sitios que pisaba
con ellos, empezó a mover los brazos como quien baila sevillanas pero con
música de cumbia, fusión total. Dos pasos laterales para un lado, dos para el otro.
Y más vueltas. Patadita delante, patadita detrás. Ahora apretamos el abdomen,
ahora flexionamos las piernas hasta quedarnos en cuclillas. Ahora nos
levantamos (bueno, mi ahora tardó un rato en realidad). Y giramos, y giramos…
No
recuerdo cuando perdí el sentido. El común, quiero decir. Porque hay que estar
de la olla para meterse en ese fregao. Pero sí recuerdo que, en medio de una
nebulosa, se me venía continuamente a la cabeza la imagen de la viñeta de las “clases
de zumba con Lurditas” del genial Luis Davila.
A la
décima vuelta yo ya había perdido el horizonte. No veía nada. Me había
desaparecido la tele, el monitor y la clase. Entonces me di cuenta de que era
porque estaba de espaldas. En uno de los giros me había quedado del revés,
extraviada del todo. “A ver, los de casa, sigan también”, dice el tipo. Eso iba
por mí fijo. “¡Fuera zapatos!”, grita. A buenas horas. Mis zapatillas habían
volado mucho rato antes, una después de la otra, en uno de esos movimientos de
pies al frente con energía que se ve que se tenía que hacer alternándolos y yo lo
hice con los dos a la vez, preocupada como estaba más de buscar aire donde
fuera que de controlar mis extremidades. Una de las pantuflas se quedó colgada
en la lámpara del comedor, toma ya, y eso sin fuerzas. La otra aún la estoy
buscando. Y yo aterricé de culo en la alfombra. Fui a gatas hasta la mesa de
centro y me agarré a ella como pude para levantarme mientras los del video
ponían el culo en pompa y lo sacudían como patitos salidos del agua pero con
mucho ritmo.
A mí
aquello ya me empezó a parecer indigno. Pero no desistí. Total, a esas alturas ya
no sabía si yo era yo o mi espíritu, así que, de perdidos, to the river.
Siguieron una combinación de pasos cortos y pasos largos a la derecha y a la
izquierda, una rodilla aquí y la otra en Honolulu, y unos gestos con los brazos
como de qué fuerte soy, de pa chula yo o de que te meto. Todo ello amenizado
con el “Escándalo” de Raphael, versión salsa. Que, ya puestos, a mí me hubiera
venido mejor “El tamborilero”, que es como menos agresivo ¿no? Porque los
ritmos latinos esos parece que los ponen siempre a mil revoluciones y eso no
hay cuerpo que lo siga, no me fastidies.
Cuando
ya pensaba que había llegado el final –y no me refiero al de la clase, sino al
mío propio- tocó un ejercicio tipo Mazinger Z, puños fuera. Ahí fue cuando me
cargué la figurita de Lladró que alguien nos había regalado para la boda. La
pastorcita quedó decapitada en el acto con mi derechazo y la ovejita se fue a
tomar por saco para acabar hecha añicos. De la impresión, di un respingo hacia
atrás nada zumbón y, como estaba descalza, me clavé un cachito de porcelana en
el talón izquierdo. Al querérmelo agarrar para aliviar el dolor, me falló la
rodilla derecha, que, para mi sorpresa, seguía en su sitio aunque muy
debilitada, y me di de bruces contra el suelo. Los del video seguían
contoneándose, girando los pies, moviendo las caderas y dando palmas como si no
pasara nada. Para mí que eran unos dobles de los primeros que los cambiaron a media
clase cuando yo ya no veía ni la tele. Porque seguían tan frescos y eso a mí me
parece inverosímil del todo.
Repté,
literalmente, hasta el aparato de DVD y conseguí darle al “stop” con la nariz,
que era lo único que había sobrevivido a la furia gimnástica.
A
Dios pongo por testigo de que no lo vuelvo a intentar. Un día después, me sigue
doliendo hasta el pelo. Y creo que lo único que me queda sin esguinzar son dos
metatarsianos. Y eso con dudas, porque al andar me tira un poco el pie derecho.
En
caso de que me dé otra locura de estas, a lo más movido que me apunto es a una clase de yoga. El ejercicio está
sobrevalorado. Y yo tampoco tengo tantos michelines. Y el zumba tampoco me parece tan sano. Y Mari Pili tampoco es tan amiga mía.
Yo lo dejo. Pero ya. Lo dejo zumbando, vaya.
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