La
noche en que Carmelo Ginés regresó al pueblo no había espacio en el cielo para un
rayo más ni tierra capaz de absorber tanta lluvia. Cruzó despacio la avenida y
se plantó frente a su casa, empapado. Tantos años después.
—Has
vuelto… —la mujer enjuta lo miró sin expresión definida con aquellos ojos
bañados en ausencias.
—Me
han robado, madre. No tengo nada. Debo empezar de cero.
—¿Un
robo? ¡Un robo! ¡A ti! ¡Válgame Dios!
Carmelo
Ginés se sentó arrimado al calor de la vieja cocina de leña. Apoyó los codos en
las rodillas, la cara en las manos y se encerró en sí mismo, ajeno a cuanto
ocurría a su alrededor.
Ajeno
a la llamada que la madre, entre perpleja y asustada, hizo al cuartelillo de la
Guardia Civil. A su hijo se lo habían robado todo, dijo. Tenían que venir con
presteza.
Ajeno
al bullicio que, en pocos minutos, provocó en la casa la llegada de un sargento
y dos cabos de la Benemérita, el alcalde y un concejal, un bombero jubilado, el
maestro, un coronel del ejército en la reserva, el vecino de la casa de
enfrente, el de la derecha, el de la izquierda, un ferroviario retirado, el
cartero, tres cazadores, un fontanero, el mendigo de la plaza mayor, el médico
y su enfermera, el tabernero, dos tertulianos del casino, la florista, el
estanquero, el dueño de la tienda de ultramarinos, la telefonista, el hijo
descarriado del marqués y un forastero que buscaba información sobre algún
hospedaje cercano y que, acariciado por el calor de la lumbre e intrigado por
el espectáculo, decidió quedarse, camuflado entre la multitud.
La
última en acudir fue la cotilla del pueblo que, no bien había cruzado la
puerta, empezó a ametrallar al personal con preguntas ordenadamente iniciadas
por las seis “w” de las que todo buen cronista debe armarse: “pero… ¿qué le han
robado? ¿quién ha sido? ¿dónde fue? ¿cuándo? ¿cómo?¿por qué?”
En
verdad, nadie podía entender aquella imprevisible caída en desgracia de quien
era considerado una eminencia. Para todos los habitantes de aquel pueblo,
Carmelo Ginés era la representación máxima del éxito. Del triunfo sobre el
origen y las circunstancias al que ninguno de ellos podía ni mucho menos
aspirar. Articulista y escritor, había abandonado el lugar siendo apenas un
muchacho para encontrar en la capital el premio a su talento y su esfuerzo en
forma de fama, reconocimiento y dinero. Era impensable, de no ser porque lo
estaban viendo con sus propios ojos, imaginar a ese hombre reducido a tal retrato
de miseria y tristeza; tan desvalido, tan andrajoso, tan cabizbajo, tan abandonado,
tan despojado de todo.
El
suceso tuvo que haber sido -opinaban los presentes sin excepción- de los de
órdago. Debió de ser uno de esos robos estudiado, planificado y cuidadosamente
perpetrado por una banda de profesionales de los que allanan la morada, las
cuentas, los bienes y hasta la identidad, reduciendo a la víctima a una penosa
y patética nada.
Carmelo
Ginés no escuchaba. No oía siquiera. Parapetado en su ensimismamiento,
recordaba deprisa.
Primero
fue aquel redactor jefe, aquel hombre acomplejado. Cuando ya llevaba tantos
artículos publicados, empezó a corregirle sus textos. Debía ser más concreto,
decía. Menos literatura, decía. Más denuncia, decía. Y él, disciplinado, empezó
a darle otro aire a su escritura.
Después
fue el director del periódico. Prepotente y sentencioso, le exigió más cercanía
en sus escritos. Menos poesía, le exigió. Menos trascendencia, le exigió. Más
mensaje, le exigió. Y él guió a su pluma por esas líneas.
Al
cabo del tiempo, el editor le impuso un estilo nuevo. Menos flores para unos,
le impuso. Más laureles para otros, le impuso. Más concordancia con el ideario,
le impuso. Y él hizo y rehízo para ceñirse a lo impuesto.
El
último fue su representante literario. Tras dos novelas exitosas, le rechazó la
última, alegando toda clase de extrañas objeciones. Debía utilizar otro
lenguaje, objetó. Menos personal, objetó. Más actual, objetó. Más, tú ya me
entiendes, más… comercial, objetó. Y él reestructuró todo el libro en la forma
y en el fondo. Hasta no reconocerlo. Hasta no reconocerse a sí mismo. Y se
sintió pobre.
Levantó
de pronto la cabeza, apartando las manos de su rostro. Todas las miradas se
plantaron en él. La madre pidió silencio.
—Hijo,
dinos, ¿qué es lo que te han robado?
—Las
palabras, madre. Me han robado las palabras.
Me ha gustado mucho. Suerte.
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