No
me gusta el invierno. Nada nadita. Ya, ya sé que algunos lo encuentran bonito y
hasta romántico, pero a mí me parece triste, ya ves. Para empezar, los días son
cortos, y a mí es que los días me gustan largos. Si por mí fuera, los días
serían tan largos como un pseudoreferéndum catalán, que empiezan a votar un
domingo y acaban tres martes después, qué gozada.
Además,
donde yo vivo lo normal es que llueva mucho. Y a mí eso me parece todo menos
normal, qué quieres que te diga. Que una cosa es lo de “son cuatro gotas” y
otra ver a Noé en el jardín, con el arca hundida y los animalillos como sopas,
vamos.
Y,
encima, yo es que soy muy friolera. Y no soporto tener frío, manías que tiene
una. Porque empiezas a encogerte en octubre y para cuando llega la primavera
mides dos centímetros menos, tienes más contracturas que un futbolista y tu
espalda ya no sabe por dónde dolerte. Y qué me dices de la odisea de vestirte
para salir de casa, jo, que te tienes que poner más capas que una cebolla. Que
si la camisetita interior, que si la exterior, que si la blusita, que si el
jersey, que si la rebequita por encima no vaya a ser, que si el abrigo, que si
la bufanda… Que yo un día fui a hacerme una radiografía, y cuando salí de
detrás del biombo ya habían cerrado el chiringuito. Y eso que a la media hora
de empezar a desvestirme tuve el detalle de avisarles “un momentito, que solo
me faltan los pantys”.
Pero
el frío no está solo ahí fuera, no. A la que te descuidas se te cuela en casa y
lo invade todo, como una suegra. Y ahí tengo yo un problema. Sí. Porque mi
marido nunca tiene frío, qué suerte. Y, claro, tenemos unas discusiones a
cuenta de la calefacción que esto parece Sálvame. O peor, el Congreso de los
Diputados. Él venga que no hace falta, que hace calor, que está sudando... Y
luego viene la retahíla de que es un gasto innecesario, que el gasóleo ha
subido, que su sueldo ha bajado y que no tiene más ingresos, ni tarjetas opacas
ni comisiones a cobrar ni ahorrillos en Suiza ni nada que pueda distraer de
Hacienda. Vamos, que como político iba a destacar poco, el pobre.
El
otro día, que estábamos los dos con nuestra hija mayor, la cosa se puso tan así
que acabó convocando un simulacro de consulta, qué gracia. Sí, él preguntó
quién tenía frío y, en caso afirmativo, si ese frío era de los de poner la
calefa o se podía pasar a pelo. El que contestaba que no a lo primero ya no podía
contestar a lo segundo, claro. A mi hija y a mí la cosa no nos pareció seria,
así que pasamos de meter ninguna papeleta en la caja de los Kleenex que puso
como urna. De manera que, en el recuento –que, por supuesto, hizo él mismo- salió un no de los tres que éramos. Y eso que éste,
que olía el fracaso, le preguntó también a Berta, nuestra perra, y a un señor
que salía en ese momento por la tele. Pero como ninguno de los dos dijo esta boca
es mía, los aceptó finalmente como votos nulos.
Pero
no hubo forma, oye. Mi propio echó la cuenta de Mas, dijo que lo suyo había
sido un éxito rotundo y que, por lo tanto, al resto no nos quedaba más remedio
que negociar con él. Eso sí, la negociación tenía que partir de que la
calefacción no se ponía y punto. Llegados a este ídem, y como en casa no
tenemos fiscalías ni nada de eso, que somos gente humilde, pues yo aproveché
que se distrajo viendo un partido, que ya se sabe que el fútbol es buenísimo
para olvidarnos de todo, y encendí la caldera. Que a mí el invierno no me gusta.
Ni a la catalana ni de ninguna forma.
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