Estaba
yo leyendo los informes esos de la Assemblea Nacional Catalana y del Centre
d´Estudis Estratègics de Catalunya sobre la necesidad de crear un ejército
propio para la Catalunya independiente y…
Oye,
por cierto, que para ser que lo que quería Artur Mas era un país sin fuerzas
armadas, menudo despliegue plantean estos ¿eh? Que Mas quería una Catalunya
dentro de la OTAN pero sin ejército, qué gracioso. Hombre, Arturito, ¡que eso
es como querer participar en Eurovisión pero sin cantante! O peor, si me
apuras.
Bueno,
pues que estaba yo leyendo por curiosidad los informes esos y…
Joé,
es que… 25.000 soldados, reservistas, vehículos de combate, aviones, barcos de
asalto anfibio, helicópteros polivalentes, Brigada de Combate Mecanizado, dos
bases navales, un centro de instrucción militar básico… vamos que en la
Catalunya sin ejército que quiere su presidente solo les falta el Séptimo de
Caballería, el kit completo de los airgamboys –rama militar- y el cañón sin
agujero de Gila ¿es el enemigo?
En
fin, a ver, que me voy del tema; que estaba yo leyendo esos informes y me ha
venido a la cabeza la vez aquella en que, ejerciendo de reportera, me tocó
cubrir un simulacro de acción militar organizado por el Ejército cerca de
Santiago, con la visita de un general americano de la OTAN. Mira, que ahora me
acuerdo y me río, pero que mal rato pasé, de verdad.
Yo
llegué un poco tarde y me uní al grupo de militares y periodistas justo en el
momento en que un sargento bajito, ante un mapa desplegado en un atril, gritó
como si le fuera la vida en ello: “el enemigo está en Lavacolla”. Por más que
me esforcé, yo no lograba ver nada, ni enemigos ni siquiera pájaros en la
dirección que él marcaba, pero, chico, lo dijo con tal convicción que me empecé
a acojonar y a punto estuve de echar cuerpo a tierra.
Localizado
el enemigo –al contrario que el Gobierno catalán, que yo creo que aún no lo
tiene muy claro; de hecho, en uno de los informes lo sitúa en prácticamente
todo el mundo, paseando los riesgos desde África hasta Japón y desde las armas
de destrucción masiva hasta la importación de petróleo-; bueno, pues localizado
el enemigo en Lavacolla, empezó el ataque. O la defensa. O lo que fuera. Y ahí vino
lo mejor. O lo peor.
De
pronto empezaron a salir balas de detrás de todos los árboles de los
alrededores. Yo no sabía dónde meterme. ¡Yo, que le tengo pánico a los petardos
de verbena, metida en aquel lío! Guiada por mi instinto de supervivencia, me
arrimé a un militar con unos cuantos galones y alguna medalla que asistía
impertérrito a la cosa; así, como para protegerme. El mismo que, un minuto
después, me recomendó que me apartara un poco de la línea de fuego -¿la línea? ¡Pero
si allí había más líneas que en un bingo!- porque el fuego era real. ¿¡Real!?
¡¿Cómo real?! Como la vida misma, me vino a decir.
No
hubo bajas. Por lo menos allí. No me atreví a preguntar cómo había quedado
Lavacolla ni quién había ganado. Temía que la cosa hubiera quedado en empate y se
les ocurriera jugar la prórroga. Yo a la primera granada de mano que vi
explotar decidí que mi etapa como
corresponsal de guerra había durado más que suficiente y me refugié en un lugar
apartado. Y a la que noté que la cosa se calmaba, me acerqué al sargento para
entrevistarlo y conocer la opinión del general de la OTAN. Como éste no hablaba
español y el bajito no tenía ni idea de inglés, la cosa fue simpática, después
de todo. “Le ha debido de gustar mucho”, me dijo el sargento, “porque no ha
parado de decir very, very”. “Pues
eso es definitivo”, le dije yo, que aún me temblaban las piernas y no estaba en
situación de enfrentarme al Ejército.
Muchos
años después, aún recuerdo aquel episodio cada vez que voy a Lavacolla, al
aeropuerto. Y cuando veo a toda la gente que se mueve por allí me entran ganas
de preguntarles ¿es el enemigo?
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