Hola,
hola, hola. Aquí estoy again. Que sí, que me he ido unos días de vacaciones,
seguro que lo habíais notado. Bueno, más bien de turismo, porque las vacaciones
se supone que son para descansar y yo estoy más cansada que antes de irme.
¡Madre mía, qué manera de andar, oye! Pero ha merecido la pena conocer algo de
Irlanda y volver a Londres, que sí.
Yo quería
haber ido a un sitio de playa y tumbona donde el sol fuera como poco un fijo
discontinuo y no un parado de larga duración como aquí, qué quieres que te
diga. Pero mi familia se rige por un extraño decreto según el cual el destino
vacacional lo eligen entre todos menos yo, ya ves. Así que allá nos fuimos, a
una Galicia en la que hablan en inglés y conducen por la izquierda. Pero no me
quejo, ¿eh? Que me ha encantado.
Lo
primero que piensas cuando estás a punto de aterrizar en Dublín es que el avión
ha vuelto a Lavacolla sin avisar. Porque el decorado que se ve desde la
ventanilla está pintado en tonos gallegos, o sea, el verde vegetal y el gris
nubarrón. Pero es Irlanda. Te das cuenta
sobre todo cuando te subes al taxi y te empeñas en sentarte en el asiento del
conductor, que allí está donde aquí ponen el del copiloto. Manías.
Y lo
cierto es que a las tierras les pasa un poco como a las personas: pueden
parecerse mucho y ser, al mismo tiempo, totalmente distintas. Y, en cualquier
caso, resulta interesante conocerlas. Dublín merece la pena una visita. Es una
ciudad realmente bonita y con mucho ambiente. Imprescindible meterse en uno de
sus pubs con música en directo y tomarse una buena cerveza. O dos, que su
graduación es bajita.
Preciosa
la excursión a la Calzada de los Gigantes. Interesante Belfast. Encantadora la
ciudad de Galway, con mucho ambiente también. De leyenda los paisajes y
castillos del Parque Nacional de Burren.
Y
fantásticos los acantilados de Moher. Aunque su visita sirvió para comprobar
cómo, a veces, buscamos lejos lo que no valoramos aquí: al regreso de la
excursión, mirando las fotos que habíamos hecho en los acantilados, mi familia
alabó especialmente una que les enseñé en mi móvil. Les pareció una vista
preciosa e incluso discutieron un ratito sobre el lugar desde donde la había
tomado. “¿La hiciste desde el camino que hicimos al borde del precipicio?” “No,
yo creo que es desde la torre”, decían. Hasta que les saqué de dudas: “Me la
acabo de bajar de Internet. Son los acantilados de Valdoviño, que os recomiendo
visitar”.
Y es
que a mí me encanta viajar y conocer sitios nuevos. Pero también me parece
pecado irse tan lejos y no conocer las maravillas que tenemos al lado de casa.
¿O no? Pues eso.
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