Leo
en un periódico el siguiente titular: “Verano irlandés en Galicia”. Pues mira,
no. Yo acabo de estar en Irlanda y ya quisiera yo ese veranito aquí. Que me fui
pensando que me iba a una Galicia bis y resulta que tuve un tiempo soleado y de
lo más agradable. Algo fresquito a ratos, pero de lluvia, cuatro gotas
perdidas. Y lo de aquí… Lo de aquí mejor ni lo comento.
Y es
que, aunque inicié el viaje prejuzgando lo contrario, lo del tiempo fue de las
pocas cosas que no me hizo caer en aquello de que nada como salir fuera para
valorar lo propio. Porque tú vas al extranjero y disfrutas un montón viendo
ciudades, paisajes y paisanajes, pero vives muchos momentos en los que te
acuerdas del marciano aquel, “mi caaasaaaa”. Sin ir más lejos, a la hora de
llenar el estómago. Que para comer, España. Sin duda.
Hubo
otro de esos momentos en mi estancia en Dublín, verás. Por un problema menor
pero molesto, una, al parecer, conjunción de virus con contractura insufrible,
me encontré casi sin alma y tuve que acudir al servicio de urgencias de un
hospital. Y allí se me cayó a los pies el cachito de alma que me quedaba. Que
nos quejamos aquí de la Sanidad, sí. Y no digo yo que sin razón ¿eh? Pero es
que lo de allí….
Lo
primero que piensas al llegar a Urgencias es que en vez de estar en un hospital
estás detenida en una comisaría. Porque allí no te preguntan qué te pasa; allí
te interrogan. Para atenderme quisieron saber hasta ¡mi religión! Que por un
momento llegué a temer que me hicieran confesar cuánto tiempo hacía que no me
confesaba, válgame el cielo. La señora de la ventanilla de admisión me preguntó
también si aquel tipo que me acompañaba era mi marido. Y lo dijo con un tono y
una cara de asco tal que a punto estuve de contestarle “ya ve, es lo que hay”. A
mi hija ni la miró. No le interesó siquiera saber si era hija de los dos, si
había nacido dentro del matrimonio o si era fruto de una aventura mía con un
señor de Burgos. Eso no cuenta. Menos mal.
Después
me atendió un enfermero con tal inmediatez que no pude evitar prometérmelas
felices. Pero qué va. Después de otra tanda larga de preguntas, el enfermero me
mandó volver a la sala de espera. Y allí estuve ¡más de cinco horas! des-esperando.
Que sí, que ya sé que aquí también hay esperas desesperantes en los servicios
de urgencias. Pero es que allí no se movió nadie en ese larguísimo rato. Que no
lo digo por mí, que lo mío era doloroso pero soportable y con apariencia de
leve. Pero es que en esas cinco horas tampoco llamaron a la señora que tenía la
cabeza totalmente torcida por, aparentemente, una parálisis; ni a los dos tipos
con las piernas rotas; ni al que sangraba por toda la geografía de su cara y al
que nadie le dio ni unas míseras gasas para secar la sangre. Allí no llamaban a
nadie.
Finalmente
me atendió un médico que no osó ni mirarme a la cara ni demostró mayor interés
por mí, salvo una mueca de disgusto al comprobar que el inglés no era mi idioma.
Me preguntó algunas cosas a una velocidad que costaba seguir, teniendo en
cuenta la necesaria traducción. Me mandó a un pasillo a hacerme una
radiografía, me hizo también un análisis de sangre y otra vez a la sala de
espera, donde seguían la cabeza torcida, las piernas rotas y la cara sangrante.
Tras un buen rato más, me llamó el mismo médico para darme el diagnóstico y me
recetó un montón de pastillas, incluyendo unos ansiolíticos. Pero lo más
curioso es que ni el médico, ni el enfermero ni la señora de admisión me
preguntaron si era alérgica a alguna sustancia. Increíble. Cinco medicamentos
me prescribió el tipo sin saber si podía tomarlos.
O
sea, que en Irlanda ser alérgico a la aspirina o a la penicilina no tiene la
más mínima importancia. Siempre que una sea católica y el tipo que la acompaña sea
su marido y no un señor de Burgos.
Eso
sí, hacía sol.
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