sábado, 9 de agosto de 2014

VERANO IRLANDÉS Y SANIDAD


Leo en un periódico el siguiente titular: “Verano irlandés en Galicia”. Pues mira, no. Yo acabo de estar en Irlanda y ya quisiera yo ese veranito aquí. Que me fui pensando que me iba a una Galicia bis y resulta que tuve un tiempo soleado y de lo más agradable. Algo fresquito a ratos, pero de lluvia, cuatro gotas perdidas. Y lo de aquí… Lo de aquí mejor ni lo comento.

Y es que, aunque inicié el viaje prejuzgando lo contrario, lo del tiempo fue de las pocas cosas que no me hizo caer en aquello de que nada como salir fuera para valorar lo propio. Porque tú vas al extranjero y disfrutas un montón viendo ciudades, paisajes y paisanajes, pero vives muchos momentos en los que te acuerdas del marciano aquel, “mi caaasaaaa”. Sin ir más lejos, a la hora de llenar el estómago. Que para comer, España. Sin duda.

Hubo otro de esos momentos en mi estancia en Dublín, verás. Por un problema menor pero molesto, una, al parecer, conjunción de virus con contractura insufrible, me encontré casi sin alma y tuve que acudir al servicio de urgencias de un hospital. Y allí se me cayó a los pies el cachito de alma que me quedaba. Que nos quejamos aquí de la Sanidad, sí. Y no digo yo que sin razón ¿eh? Pero es que lo de allí….

Lo primero que piensas al llegar a Urgencias es que en vez de estar en un hospital estás detenida en una comisaría. Porque allí no te preguntan qué te pasa; allí te interrogan. Para atenderme quisieron saber hasta ¡mi religión! Que por un momento llegué a temer que me hicieran confesar cuánto tiempo hacía que no me confesaba, válgame el cielo. La señora de la ventanilla de admisión me preguntó también si aquel tipo que me acompañaba era mi marido. Y lo dijo con un tono y una cara de asco tal que a punto estuve de contestarle “ya ve, es lo que hay”. A mi hija ni la miró. No le interesó siquiera saber si era hija de los dos, si había nacido dentro del matrimonio o si era fruto de una aventura mía con un señor de Burgos. Eso no cuenta. Menos mal.

Después me atendió un enfermero con tal inmediatez que no pude evitar prometérmelas felices. Pero qué va. Después de otra tanda larga de preguntas, el enfermero me mandó volver a la sala de espera. Y allí estuve ¡más de cinco horas! des-esperando. Que sí, que ya sé que aquí también hay esperas desesperantes en los servicios de urgencias. Pero es que allí no se movió nadie en ese larguísimo rato. Que no lo digo por mí, que lo mío era doloroso pero soportable y con apariencia de leve. Pero es que en esas cinco horas tampoco llamaron a la señora que tenía la cabeza totalmente torcida por, aparentemente, una parálisis; ni a los dos tipos con las piernas rotas; ni al que sangraba por toda la geografía de su cara y al que nadie le dio ni unas míseras gasas para secar la sangre. Allí no llamaban a nadie.

Finalmente me atendió un médico que no osó ni mirarme a la cara ni demostró mayor interés por mí, salvo una mueca de disgusto al comprobar que el inglés no era mi idioma. Me preguntó algunas cosas a una velocidad que costaba seguir, teniendo en cuenta la necesaria traducción. Me mandó a un pasillo a hacerme una radiografía, me hizo también un análisis de sangre y otra vez a la sala de espera, donde seguían la cabeza torcida, las piernas rotas y la cara sangrante. Tras un buen rato más, me llamó el mismo médico para darme el diagnóstico y me recetó un montón de pastillas, incluyendo unos ansiolíticos. Pero lo más curioso es que ni el médico, ni el enfermero ni la señora de admisión me preguntaron si era alérgica a alguna sustancia. Increíble. Cinco medicamentos me prescribió el tipo sin saber si podía tomarlos.

O sea, que en Irlanda ser alérgico a la aspirina o a la penicilina no tiene la más mínima importancia. Siempre que una sea católica y el tipo que la acompaña sea su marido y no un señor de Burgos.

Eso sí, hacía sol.

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