Pues
yo, qué quieres que te diga. Eso de que cada partido se gaste, así, aproximadamente
y en números redondos, un millón de euros en convencernos de que le votemos,
pues no lo acabo de entender. Que eso es lo que oficialmente el Gobierno les deja
gastarse de media en la campaña electoral. Luego, ya, lo que se gasten de
verdad es otro asunto. Siempre habrá algún picajoso que diga que se saltan el
límite de gasto permitido. Un juez, por ejemplo.
Que
digo yo que si, después de cuatro años viendo lo que hacen, lo que dejan de
hacer, lo que dicen y lo que critican, aún se tienen que gastar una pasta gansa
para que confiemos en ellos, pues algo no va bien ¿no?
O
sea, que la cosa viene siendo que los candidatos nos dicen “yo soy el mejor
para administrar tu dinero con cabeza y sin derroches y, para demostrártelo, me
voy a gastar un millón de euros en convencerte. Precio de crisis”. Pues qué
bien. No le veo yo el chiste.
Pero
si aquí nos conocemos todos, hombre. A unos porque ya están, a otros porque
estuvieron, a otros porque llevan toda la vida intentando estar y a otros
porque lo intentan por primera vez pero se les ve venir de lejos. ¿Qué
necesidad hay, digo yo, de tirar la casa por la ventana para montar mítines,
videos, anuncios, panfletos y otras parafernalias?
Los
mítines, por ejemplo. Pero si ya sabemos que solo van los fieles y un par de
espías del partido rival para contarle a su jefe cómo estaba la plaza. “Abarrotá, jefe, las cosas como son”. “Ya,
pero es que estos tienen una empresa buenísima que pone el escenario y las
sillas de una forma que parece que son más”. Va a ser eso.
Y
luego están los carteles electorales. Que a algunos candidatos les hacen tanto
photoshop que parece que el que se presenta es su nieto. Que pongan ya directamente
a Brad Pitt, pongo por caso, que unos cuantos votos arañaban seguro.
Claro
que también pasan por caja las empresas y los gurús de la comunicación, la publicidad
y el coaching, mira que está de moda el coaching ese. Que se llevan un pastizal
por decirles a los candidatos “tú habla alto pero sin chillar; gesticula pero
poco, no vayas a parecer un molinillo; no te rasques la nariz, que eso es que
mientes; ni la oreja, que no sé qué significa, pero por si acaso; muéstrate
seguro de ti mismo, pero no soberbio; no hables mucho, pero dilo todo; y mira a
los ojos, sobre todo, mira a los ojos”. Y luego ya vemos lo que pasa en los mítines
de marras: candidatos afónicos que no saben qué hacer con las manos, que se les
nota que les pica todo, que se pierden hablando y les tienen que poner música
para que corten y que se marean buscando como locos unos ojos a los que mirar
en la multitud.
Y
qué decir de la moda esta de invitarnos a todos a que participemos con nuestras
ideas en los programas electorales. Estupendo. O sea, que tú le pagas un pastón
a un gurú para que te enseñe a hablar sin rascarte y a mí me pides que te haga
el programa gratis. Para que tú no la rasques, vaya. Que te ponen una dirección
de e-mail o una página de Facebook para que les mandes sugerencias. Y tú puedes
proponer, por ejemplo, que pongan farolas en tu calle. Y ellos ven tu idea y
dicen “sí, hombre, con lo que me sobre de la campaña, no te fastidia”. Y así
estamos.
Que
para convencernos de que no tenemos para pan, ellos compran abanicos.