Emburciadas

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lunes, 24 de abril de 2017

LA NOCHE MÁS NEGRA


El sudor se deslizaba en forma de gotas diminutas por su frente, pero sus manos estaban heladas. De entre los escalofríos que en los últimos largos minutos habían sacudido su cuerpo, uno lo recorrió entero, súbitamente, cuando escuchó aquellos pasos. Estaba más cerca de lo que creía y a ella parecían empezar a abandonarle las fuerzas. Corría sin rumbo en la noche más negra.
No había alternativa: debía seguir. Paró un instante para recobrar el aliento y, casi sin querer hacerlo, miró hacia atrás. Ni rastro de él. La oscuridad lo invadía todo. Y el silencio era tan contundente que dañaba los oídos y parecía albergar los peores presagios. Apenas intuyendo el sendero, siguió corriendo.

No era la primera vez que se sentía perseguida, pero nunca antes había sido fugitiva. Tal vez había arriesgado demasiado. Todo apuntaba a que ese momento llegaría y, aun así, decidió elegir su camino. Quiso ser libre, pero las dificultades eran mucho mayores de lo que cabía esperar. Eligió la rebeldía y, sin embargo, no sabía ser rebelde. Porque no lo era. Ella solo quería vivir su vida.
Su padre le había advertido sobre las malas compañías y su madre le insistió una y mil veces en que no le veía un futuro claro. Pero ella se dejó llevar. Hubo, en aquellos años, altos y bajos, tiras y aflojas, buenos y malos ratos. Abundó la emoción y también la tristeza. La diversión se alternó cíclicamente con la soledad. La adrenalina del riesgo con el desmayo del miedo. Cruzó más de un límite, entre días de sol y tardes de sombras.

Hasta llegar a aquella noche, la noche más negra. Unas horas antes, había traspasado la línea definitiva. Después vino la búsqueda y la persecución. Los pensamientos se agolpaban acelerados en su mente. Y, entre todos ellos, uno golpeaba más fuerte: libertad. No estaba dispuesta a pagar con la suya los errores de otros. Ni siquiera los propios. Su único crimen había sido estar en el lugar y el momento equivocados. Por eso se fugó.
De nuevo, ruido de pasos. Instintivamente, giró la cabeza. No habría más de cien metros entre ella y aquel hombre. Le pareció ver que iba armado. Su corazón latía tan deprisa que llegó a visualizar la explosión de su pecho. De forma casi inconsciente, se tiró al suelo y rodó unos metros hacia la izquierda. Dirigió la vista hacia todos lados antes de levantarse. Y volvió a correr, esta vez mirando continuamente atrás.

El sonido de aquellos pies pisoteando las hojas secas del parque era cada vez más cercano. En una maniobra improvisada, giró a la derecha. Después dio un salto, inesperado incluso para ella, y salvó el desnivel sorpresivo del terreno, aterrizando de rodillas sobre un charco. Al incorporarse, notó que su tobillo izquierdo se había llevado la peor parte en la caída y tuvo que ahogar un gemido de dolor. Se sentía cada vez más incapaz, pero continuó su carrera.
Su respiración era ya puro desespero y creyó desfallecer cuando se topó con aquel muro. Paró en seco y, como tantas otras veces, no sabía a dónde ir. Buscó una salida a un lado y a otro, sin encontrarla. Se dio la vuelta, abriendo los ojos todo lo que fue capaz. Un suspiro que no venía a cuento ralentizó sus jadeos y pudo oír, de nuevo, el silencio imponente. Hasta que las pisadas volvieron a romperlo.

De entre las sombras, a una distancia demasiado corta, surgió la figura de su perseguidor. Efectivamente, iba armado. Un cañón recortado apuntaba hacia ella. Retrocedió unos pasos hasta que su espalda chocó con la pared de hormigón, mientras aquel hombre y su arma avanzaban hacia ella. Parecía claro que había llegado su fin. Miró al suelo y vio una rama gruesa. Se agachó, deslizando su dorso por el muro, hasta cogerla.
- Deja eso y ven aquí.

Ella pareció no escucharle.
 
- ¡Que vengas te digo! No me obligues a…
 
Dio un respingo y cerró el libro de golpe. Lo dejó sobre la mesita y se fue hacia él, cabizbaja.
Después de eso solo hubo gritos. Lloros y gritos. Golpes y gritos. Súplicas y gritos.
 
Una mujer trajeada entró en la habitación del hospital y se le acercó, sonriendo. Le aseguró que podía ayudarla y le preguntó si necesitaba algo.
- Mi libro –dijo ella con la voz entrecortada-. Solo mi libro.
Estaba ansiosa por retomar la lectura. No podía esperar más. Solo así podría asegurarse de que, justo en el punto en el que la había dejado, llegaba el amanecer y, con él, la liberación. Necesitaba volver a sus páginas para comprobar que aquella noche, la noche más negra, desaparecía.

viernes, 21 de abril de 2017

EL ROBO


La noche en que Carmelo Ginés regresó al pueblo no había espacio en el cielo para un rayo más ni tierra capaz de absorber tanta lluvia. Cruzó despacio la avenida y se plantó frente a su casa, empapado. Tantos años después.

­­—Has vuelto… —la mujer enjuta lo miró sin expresión definida con aquellos ojos bañados en ausencias.

—Me han robado, madre. No tengo nada. Debo empezar de cero.

—¿Un robo? ¡Un robo!  ¡A ti! ¡Válgame Dios!

Carmelo Ginés se sentó arrimado al calor de la vieja cocina de leña. Apoyó los codos en las rodillas, la cara en las manos y se encerró en sí mismo, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.

Ajeno a la llamada que la madre, entre perpleja y asustada, hizo al cuartelillo de la Guardia Civil. A su hijo se lo habían robado todo, dijo. Tenían que venir con presteza.

Ajeno al bullicio que, en pocos minutos, provocó en la casa la llegada de un sargento y dos cabos de la Benemérita, el alcalde y un concejal, un bombero jubilado, el maestro, un coronel del ejército en la reserva, el vecino de la casa de enfrente, el de la derecha, el de la izquierda, un ferroviario retirado, el cartero, tres cazadores, un fontanero, el mendigo de la plaza mayor, el médico y su enfermera, el tabernero, dos tertulianos del casino, la florista, el estanquero, el dueño de la tienda de ultramarinos, la telefonista, el hijo descarriado del marqués y un forastero que buscaba información sobre algún hospedaje cercano y que, acariciado por el calor de la lumbre e intrigado por el espectáculo, decidió quedarse, camuflado entre la multitud.

La última en acudir fue la cotilla del pueblo que, no bien había cruzado la puerta, empezó a ametrallar al personal con preguntas ordenadamente iniciadas por las seis “w” de las que todo buen cronista debe armarse: “pero… ¿qué le han robado? ¿quién ha sido? ¿dónde fue? ¿cuándo? ¿cómo?¿por qué?”

En verdad, nadie podía entender aquella imprevisible caída en desgracia de quien era considerado una eminencia. Para todos los habitantes de aquel pueblo, Carmelo Ginés era la representación máxima del éxito. Del triunfo sobre el origen y las circunstancias al que ninguno de ellos podía ni mucho menos aspirar. Articulista y escritor, había abandonado el lugar siendo apenas un muchacho para encontrar en la capital el premio a su talento y su esfuerzo en forma de fama, reconocimiento y dinero. Era impensable, de no ser porque lo estaban viendo con sus propios ojos, imaginar a ese hombre reducido a tal retrato de miseria y tristeza; tan desvalido, tan andrajoso, tan cabizbajo, tan abandonado, tan despojado de todo.

El suceso tuvo que haber sido -opinaban los presentes sin excepción- de los de órdago. Debió de ser uno de esos robos estudiado, planificado y cuidadosamente perpetrado por una banda de profesionales de los que allanan la morada, las cuentas, los bienes y hasta la identidad, reduciendo a la víctima a una penosa y patética nada.

Carmelo Ginés no escuchaba. No oía siquiera. Parapetado en su ensimismamiento, recordaba deprisa.

Primero fue aquel redactor jefe, aquel hombre acomplejado. Cuando ya llevaba tantos artículos publicados, empezó a corregirle sus textos. Debía ser más concreto, decía. Menos literatura, decía. Más denuncia, decía. Y él, disciplinado, empezó a darle otro aire a su escritura.

Después fue el director del periódico. Prepotente y sentencioso, le exigió más cercanía en sus escritos. Menos poesía, le exigió. Menos trascendencia, le exigió. Más mensaje, le exigió. Y él guió a su pluma por esas líneas.

Al cabo del tiempo, el editor le impuso un estilo nuevo. Menos flores para unos, le impuso. Más laureles para otros, le impuso. Más concordancia con el ideario, le impuso. Y él hizo y rehízo para ceñirse a lo impuesto.

El último fue su representante literario. Tras dos novelas exitosas, le rechazó la última, alegando toda clase de extrañas objeciones. Debía utilizar otro lenguaje, objetó. Menos personal, objetó. Más actual, objetó. Más, tú ya me entiendes, más… comercial, objetó. Y él reestructuró todo el libro en la forma y en el fondo. Hasta no reconocerlo. Hasta no reconocerse a sí mismo. Y se sintió pobre.

Levantó de pronto la cabeza, apartando las manos de su rostro. Todas las miradas se plantaron en él. La madre pidió silencio.

—Hijo, dinos, ¿qué es lo que te han robado?

—Las palabras, madre. Me han robado las palabras.