Si
la siesta ha sido siempre -junto con el flamenco, la paella, los toros y la
sangría- uno de nuestros rasgos definitorios en la geografía tópica internacional,
no te digo nada después del espectáculo político que le estamos ofreciendo al
mundo. Y es que no otra cosa sino una larga siesta es lo que nos estamos
echando en este país nuestro. Una siesta de las de Cela, de pijama y orinal.
Porque hay quien ha decidido dormirnos del todo para que él pueda soñar a gusto;
y, si no fuera por lo serio del asunto, la cosa sería para llenar la bacinilla
y no echar gota.
Aunque
parezca un disparate, hay quien no considera irresponsable sestear entre la
incertidumbre y el aburrimiento mientras la crisis continúa dando coletazos, la
economía sigue sin ajustarse del todo y el resto del mundo gira como siempre y
nos va perdiendo confianza. Ahí tienes a Pedro Sánchez, sin ir más lejos, que
ha pensado que su ambición de ser presidente bien vale paralizarlo todo durante
unos meses. Que paren máquinas, que me voy a echar un sueñecito, ha venido a
decir. Y, con la misma, nos ha metido a todos en un jardín del que a ver cómo
salimos. Que alguien lo despierte, por
favor, que va a llegar la hora de la cena y él aún nos tiene en la modorra de
después de comer.
Empezó
tonteando con unos; luego se arrimó a otros con un flechazo tan fuerte que hasta
montó un bodorrio con menos recorrido, eso sí, que los de “Casados a primera
vista”. Y así ha seguido soñando con su “yo puedo, yo puedo” hasta que –se veía venir- los primeros,
despechados, le han escupido a la cara que solo hay, para él, una conjugación
posible del poder: la primera persona del plural, o sea, podemos.
Y
todo porque Rajoy le cae mal. No le culpo: solo a Mariano se le ocurre ganarle
las elecciones. Y eso es muy duro para un hombre tan embriagado por su anhelo
de ser presidente que sigue creyéndoselo incluso después de la hostia histórica
que le dieron las urnas. Incluso tras dos derrotas seguidas en el Congreso. No
hay forma de despertarlo.
Tiene
que estar muy dormido para pensar que lo natural es que gobierne un perdedor
uniéndose a otros perdedores que nada tienen que ver con él. Que lo prioritario
son las etiquetas –“cambio”, “izquierda”- y para ello se alíe con un partido al
que siempre ha considerado de derechas. Que, tras marcar como línea roja la
unidad de la nación, pida el apoyo de independentistas y nacionalistas, aunque
algunos sean más diestros que zurdos. Muy traspuesto tiene que estar para creer
que su partido tiene menos puntos de encuentro con el Partido Popular que con
una fuerza admiradora y sobrecogedora
de regímenes como el de Maduro o el iraní y que anima a sus fieles a prepararse
para tomar las armas.
Que
alguien lo despierte. Que alguien le diga que no puede despreciar a quien ganó
las elecciones. Que alguien le convenza de que lo razonable no es buscar
etiquetas sino poner a andar al país. Que se acabe la siesta.