El
sudor se deslizaba en forma de gotas diminutas por su frente, pero sus manos
estaban heladas. De entre los escalofríos que en los últimos largos minutos
habían sacudido su cuerpo, uno lo recorrió entero, súbitamente, cuando escuchó
aquellos pasos. Estaba más cerca de lo que creía y a ella parecían empezar a
abandonarle las fuerzas. Corría sin rumbo en la noche más negra.
No
había alternativa: debía seguir. Paró un instante para recobrar el aliento y,
casi sin querer hacerlo, miró hacia atrás. Ni rastro de él. La oscuridad lo
invadía todo. Y el silencio era tan contundente que dañaba los oídos y parecía albergar
los peores presagios. Apenas intuyendo
el sendero, siguió corriendo.
No era la primera vez que se sentía perseguida, pero nunca antes había sido fugitiva. Tal vez había arriesgado demasiado. Todo apuntaba a que ese momento llegaría y, aun así, decidió elegir su camino. Quiso ser libre, pero las dificultades eran mucho mayores de lo que cabía esperar. Eligió la rebeldía y, sin embargo, no sabía ser rebelde. Porque no lo era. Ella solo quería vivir su vida.
Su
padre le había advertido sobre las malas compañías y su madre le insistió una y
mil veces en que no le veía un futuro claro. Pero ella se dejó llevar. Hubo, en
aquellos años, altos y bajos, tiras y aflojas, buenos y malos ratos. Abundó la
emoción y también la tristeza. La diversión se alternó cíclicamente con la
soledad. La adrenalina del riesgo con el desmayo del miedo. Cruzó más de un
límite, entre días de sol y tardes de sombras.
Hasta llegar a aquella noche, la noche más negra. Unas horas antes, había traspasado la línea definitiva. Después vino la búsqueda y la persecución. Los pensamientos se agolpaban acelerados en su mente. Y, entre todos ellos, uno golpeaba más fuerte: libertad. No estaba dispuesta a pagar con la suya los errores de otros. Ni siquiera los propios. Su único crimen había sido estar en el lugar y el momento equivocados. Por eso se fugó.
De
nuevo, ruido de pasos. Instintivamente, giró la cabeza. No habría más de cien
metros entre ella y aquel hombre. Le pareció ver que iba armado. Su corazón
latía tan deprisa que llegó a visualizar la explosión de su pecho. De forma
casi inconsciente, se tiró al suelo y rodó unos metros hacia la izquierda. Dirigió
la vista hacia todos lados antes de levantarse. Y volvió a correr, esta vez
mirando continuamente atrás.
El sonido de aquellos pies pisoteando las hojas secas del parque era cada vez más cercano. En una maniobra improvisada, giró a la derecha. Después dio un salto, inesperado incluso para ella, y salvó el desnivel sorpresivo del terreno, aterrizando de rodillas sobre un charco. Al incorporarse, notó que su tobillo izquierdo se había llevado la peor parte en la caída y tuvo que ahogar un gemido de dolor. Se sentía cada vez más incapaz, pero continuó su carrera.
Su
respiración era ya puro desespero y creyó desfallecer cuando se topó con aquel
muro. Paró en seco y, como tantas otras veces, no sabía a dónde ir. Buscó una
salida a un lado y a otro, sin encontrarla. Se dio la vuelta, abriendo los ojos
todo lo que fue capaz. Un suspiro que no venía a cuento ralentizó sus jadeos y
pudo oír, de nuevo, el silencio imponente. Hasta que las pisadas volvieron a
romperlo.
De entre las sombras, a una distancia demasiado corta, surgió la figura de su perseguidor. Efectivamente, iba armado. Un cañón recortado apuntaba hacia ella. Retrocedió unos pasos hasta que su espalda chocó con la pared de hormigón, mientras aquel hombre y su arma avanzaban hacia ella. Parecía claro que había llegado su fin. Miró al suelo y vio una rama gruesa. Se agachó, deslizando su dorso por el muro, hasta cogerla.
- Deja
eso y ven aquí.
Ella
pareció no escucharle.
-
¡Que vengas te digo! No me obligues a…
Después
de eso solo hubo gritos. Lloros y gritos. Golpes y gritos. Súplicas y gritos.
Una
mujer trajeada entró en la habitación del hospital y se le acercó, sonriendo.
Le aseguró que podía ayudarla y le preguntó si necesitaba algo.
- Mi
libro –dijo ella con la voz entrecortada-. Solo mi libro.
Estaba
ansiosa por retomar la lectura. No podía esperar más. Solo así podría
asegurarse de que, justo en el punto en el que la había dejado, llegaba el
amanecer y, con él, la liberación. Necesitaba volver a sus páginas para
comprobar que aquella noche, la noche más negra, desaparecía.