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miércoles, 16 de diciembre de 2015

CÓMO VIVIR EL SINOFÓS SIN PERDER LOS NERVIOS


En mi tierra, además de las clásicas etapas de la evolución humana, esto es, infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez, existe una más: la del  sinofós. Viene siendo una adaptación popular de lo que, traducido y bien escrito, sería si no fuera. Y se refiere a ese momento, un poco indefinido pero que suele situarse entre la madurez y la vejez, en que a la clásica pregunta de “¿Cómo estás?” uno contesta “bien, si no fuera por la espalda, que me tiene mártir; si no fuera por la pierna izquierda, que me duele un día sí y otro también; si no fuera por el reúma…”.

Bueno, pues yo he llegado a un punto en que podrían perfectamente nombrarme presidenta de honor del Club del  sinofós, ya ves. Es que llevo una temporadita que voy más al médico que a hacer la compra. Y mi botiquín empieza a parecer el baúl de la Piquer. Nada grave, ¿eh?, toquemos madera. Pero me he hecho –involuntariamente, por supuesto- con una colección de sinofoses que da miedo saludarme. Vamos, que si una mañana me despierto y no me duele nada ya me entra la duda de si me habré muerto sin enterarme. Hay días que me duelen cosas que ni sabía que tenía.

Empecé al final de verano con unas molestias de estómago que, sin ser muy grandes, incordiaban lo suyo. El médico temió que hubiera una bacteria. Y me hizo analizar todo lo que se puede sacar de un cuerpo humano para analizar. No había bacterias, menos mal. Y me recetó unos probióticos, o sea, como los yogures esos que están tan de moda, pero en pastillas. La leche. Que yo, que me lo leo todo, me leí el prospecto, y resulta que cada pastillita de esas contiene ¡450.000 millones de bacterias! ¡¡¡¡?????!!!!! A ver si yo lo entiendo: ¿que buscaban una bacteria como origen de mis problemas y, al no encontrarla, me meten miles de millones por vía oral? ¿Qué pasa? ¿Que nos pica que los análisis nos lleven la contraria? Estamos vendidos.

El caso es que mejoré bastante, misterios de la ciencia. Pero la cosa no queda ahí. Porque también sentía bastante cansancio y algo de desánimo. Así que el galeno, después de otra tanda de análisis para descartar temas mayores, me prescribió unas vitaminas buenísimas con magnesio, que se ve que es lo más, a cuatro pastillas diarias repartidas entre la mañana y la noche.

Y entonces vino la sinusitis. Sí, eso era nuevo. Otro médico. Antibiótico en dos tomas, lavado nasal con solución salina mañana y noche y pulverizador de cortisona para rematar.

En esas estábamos cuando, a mis ya casi permanentes dolores de espalda, se añadió un golpe accidental que me la acabó de estropear con uno nuevo que salía del pecho. Una costocondritis, me dijeron, después de la correspondiente radiografía, toma ya con el nombrecito. Que no me extraña que la carrera de Medicina dure tanto. Claro, tres años para inventarse los nombres más surrealistas posible y otros tres para aprendérselos. Con lo fácil que sería decir que hay una inflamación de la unión de las costillas con el esternón. Pues no; costocondritis, que asusta más. Y antiinflamatorios, a razón de una cada ocho horas.

Y, por si eso fuera poco, mi tiroides se puso juguetona. Después de cinco años sin síntomas, volvió el hipertiroidismo. Otra vez análisis. Que tienen más sangre mía en ese laboratorio que yo misma. Gragea betabloqueante con el desayuno y con la cena para frenar las taquicardias derivadas y otra antes de acostarme para regular las hormonas tiroideas. Y las consabidas revisiones para que la cosa no se desmadre.

Total, que mi rutina se ha convertido en una “toma de la pastilla” continua. Mis desayunos y mis cenas parecen uno de esos bufés libres de hotel, pero con miniaturitas. Una de probiótico, dos de vitaminas, una de antibiótico, una de antiinflamatorio, una de betabloqueante y una de regulador de la tiroides. Menudo plato combinado. Sin olvidar el protector de estómago en ayunas para que no reviente y los lavados nasales con los que empiezo y acabo el día. Y, en medio de cada jornada, fácil que caiga un ibuprofeno contra esos dolores de cabeza que ya forman parte de mí.

En la farmacia me hacen la ola cuando entro. Y para no perderme he tenido que hacer una agenda que me río yo de la de Obama, por ejemplo. Porque la cosa está en organizarse bien para no perder los nervios. Tranquilidad ante todo que, mientras la química ayude, todo va bien. Y, si no, mírame a mí. ¿Que cómo me encuentro? Estupendamente, si no fos…

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