Emburciadas

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viernes, 21 de abril de 2017

EL ROBO


La noche en que Carmelo Ginés regresó al pueblo no había espacio en el cielo para un rayo más ni tierra capaz de absorber tanta lluvia. Cruzó despacio la avenida y se plantó frente a su casa, empapado. Tantos años después.

­­—Has vuelto… —la mujer enjuta lo miró sin expresión definida con aquellos ojos bañados en ausencias.

—Me han robado, madre. No tengo nada. Debo empezar de cero.

—¿Un robo? ¡Un robo!  ¡A ti! ¡Válgame Dios!

Carmelo Ginés se sentó arrimado al calor de la vieja cocina de leña. Apoyó los codos en las rodillas, la cara en las manos y se encerró en sí mismo, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.

Ajeno a la llamada que la madre, entre perpleja y asustada, hizo al cuartelillo de la Guardia Civil. A su hijo se lo habían robado todo, dijo. Tenían que venir con presteza.

Ajeno al bullicio que, en pocos minutos, provocó en la casa la llegada de un sargento y dos cabos de la Benemérita, el alcalde y un concejal, un bombero jubilado, el maestro, un coronel del ejército en la reserva, el vecino de la casa de enfrente, el de la derecha, el de la izquierda, un ferroviario retirado, el cartero, tres cazadores, un fontanero, el mendigo de la plaza mayor, el médico y su enfermera, el tabernero, dos tertulianos del casino, la florista, el estanquero, el dueño de la tienda de ultramarinos, la telefonista, el hijo descarriado del marqués y un forastero que buscaba información sobre algún hospedaje cercano y que, acariciado por el calor de la lumbre e intrigado por el espectáculo, decidió quedarse, camuflado entre la multitud.

La última en acudir fue la cotilla del pueblo que, no bien había cruzado la puerta, empezó a ametrallar al personal con preguntas ordenadamente iniciadas por las seis “w” de las que todo buen cronista debe armarse: “pero… ¿qué le han robado? ¿quién ha sido? ¿dónde fue? ¿cuándo? ¿cómo?¿por qué?”

En verdad, nadie podía entender aquella imprevisible caída en desgracia de quien era considerado una eminencia. Para todos los habitantes de aquel pueblo, Carmelo Ginés era la representación máxima del éxito. Del triunfo sobre el origen y las circunstancias al que ninguno de ellos podía ni mucho menos aspirar. Articulista y escritor, había abandonado el lugar siendo apenas un muchacho para encontrar en la capital el premio a su talento y su esfuerzo en forma de fama, reconocimiento y dinero. Era impensable, de no ser porque lo estaban viendo con sus propios ojos, imaginar a ese hombre reducido a tal retrato de miseria y tristeza; tan desvalido, tan andrajoso, tan cabizbajo, tan abandonado, tan despojado de todo.

El suceso tuvo que haber sido -opinaban los presentes sin excepción- de los de órdago. Debió de ser uno de esos robos estudiado, planificado y cuidadosamente perpetrado por una banda de profesionales de los que allanan la morada, las cuentas, los bienes y hasta la identidad, reduciendo a la víctima a una penosa y patética nada.

Carmelo Ginés no escuchaba. No oía siquiera. Parapetado en su ensimismamiento, recordaba deprisa.

Primero fue aquel redactor jefe, aquel hombre acomplejado. Cuando ya llevaba tantos artículos publicados, empezó a corregirle sus textos. Debía ser más concreto, decía. Menos literatura, decía. Más denuncia, decía. Y él, disciplinado, empezó a darle otro aire a su escritura.

Después fue el director del periódico. Prepotente y sentencioso, le exigió más cercanía en sus escritos. Menos poesía, le exigió. Menos trascendencia, le exigió. Más mensaje, le exigió. Y él guió a su pluma por esas líneas.

Al cabo del tiempo, el editor le impuso un estilo nuevo. Menos flores para unos, le impuso. Más laureles para otros, le impuso. Más concordancia con el ideario, le impuso. Y él hizo y rehízo para ceñirse a lo impuesto.

El último fue su representante literario. Tras dos novelas exitosas, le rechazó la última, alegando toda clase de extrañas objeciones. Debía utilizar otro lenguaje, objetó. Menos personal, objetó. Más actual, objetó. Más, tú ya me entiendes, más… comercial, objetó. Y él reestructuró todo el libro en la forma y en el fondo. Hasta no reconocerlo. Hasta no reconocerse a sí mismo. Y se sintió pobre.

Levantó de pronto la cabeza, apartando las manos de su rostro. Todas las miradas se plantaron en él. La madre pidió silencio.

—Hijo, dinos, ¿qué es lo que te han robado?

—Las palabras, madre. Me han robado las palabras.

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