La
que se ha liado con las elecciones europeas, oye. Menuda resaca. Y lo que te
rondaré. Porque esto da para mucho. Y la verdadera reflexión hay que hacerla
ahora y no la víspera, como es tradicional.
Los
grandes partidos ya la están haciendo. En uno han echado al líder, así, para
empezar. Pero no sé yo si les servirá de mucho, porque, para seguir, han vuelto
a lo de siempre, a lo que les ha llevado hasta este punto: a darse de tortas entre
ellos, esta vez por la forma en la que van a sustituir al que se ha ido. En el otro
dicen que van a cambiar las cosas. Pero, de momento, también se han quedado en
otro lo de siempre: ha fallado la comunicación. Vamos, que la culpa la tienen
los de prensa, qué gremio más sufrido; que cuando todo sale bien no se acuerda
de ellos ni el Tato, pero si las cosas se tuercen, ay amigo, entonces son de lo
más útiles. Para señalarlos, vaya.
Y
luego está el fenómeno de Podemos. Que podemos decir muchas cosas, pero está
claro que es un fenómeno. La plataforma, el tipo que la lidera y los resultados
que han obtenido. Pero, por muchas vueltas que se le dé, yo creo que la cosa
está clara: la gente está hasta el peluquín de los políticos. De los que les
gobiernan y de los que aspiran a gobernarlos con más posibilidades. Y lo ha
expresado de la manera más pacífica y democrática posible: dándoles un hostiazo
en las urnas. Lo que se llama voto de castigo, vamos.
Lo
del voto de castigo no es nada nuevo, acuérdese usted de Ruiz Mateos. Y tampoco
es innovadora la seducción ejercida por una imagen de atractiva rebeldía como
la que ha sabido rentabilizar el mediático y mesiánico Pablo Iglesias,
acuérdese usted de Felipe González. Aquí lo llamativo es que el beneficiario
del descontento haya sido un partido tan recién nacido. Pero eso se debe,
probablemente, a que el momento le ha sido muy propicio.
Desde
luego, el cabreo debe de ser de aúpa para que más de un millón de almas hayan optado,
como desahogo, por darle su confianza a una formación cuyo líder defiende las
armas, considera que hay que quitarle el poder a los que lo tienen para
repartirlo entre todos pero admira a dictadores que se lo quitan al pueblo como
Castro o Chávez, y vomita contra los ricos al tiempo que ensalza a alguien como
Maduro, que vive a cuerpo de rey mientras los venezolanos lloran de hambre y de
falta de libertad. Alguien que habla –esto, confieso, es algo que me ha dejado
ojoplática- de “gentuza de clase mucho más baja que la nuestra” a la que llama “lúmpenes”
que merecen que les den un puñetazo, como él mismo hizo. O sea, que hay que
defender a los pobres pero no a todos, que entre éstos también hay clases. Los
defendibles llegan hasta su nivel económico. De ahí para abajo, hostias.
Por
eso a mí me parece que gran parte de ese millón sobrado de votos tuvieron
únicamente la intención de castigar lo que hay y no la de elegir lo que pueda
haber. Porque decir basta ya es muy sano, pero de ahí a pensar que más de un
millón de ciudadanos están convencidos de que alguien con tan extraño concepto
de la democracia y del bienestar social es la solución a nuestros males hay un
abismo.
Entre
otras cosas, y ya que somos tan dados a generalizar, convendría no olvidar que
Iglesias y los suyos pueden ser vírgenes -políticamente, se entiende-, pero son políticos y,
por lo tanto, están expuestos a las mismas tentaciones que el resto. Si han
conseguido ilusionar a tanta gente es, en gran parte, porque acaban de llegar.
Defraudar es cuestión de tiempo, acuérdese usted de Felipe González.